sábado, 3 de abril de 2010

Las espinas de la rosa. Parte final

Después del alboroto de la Semana Mayor, el policía empezó a vigilar a Juancho hasta que un día por casualidad escuchó de doña Rosaura que su muchachito iba a cortarle el monte a la primera dama – El monte, pero si esa mujer tiene jardinero y no es Juancho, vamos a ver que monte corta ese – Sigilosamente Juan Toro se metió en el patio de la casa y escuchó una especie de gemido que venía del invernadero de flores. Doña Cándida las amaba. Con sorpresa vio que Juancho estaba perdido entre un monte, pero el de Venus de la primera dama – Con que ese monte es el que se raspa el Juancho, que asco… - Con el mismo sigilo se fue, acordándose de repente de su buen amigo “el azul”, pero eso es otra historia…
-Doña Mara ¿ese es su verdadero nombre? – preguntó el policía arrecostado a la vitrina de la tienda.
-No, realmente no, mi nombre original fue Magdalena, pero me cansé tanto de que los nazis me dijeran puta, que me lo cambié al llegar a este país, y me puse Mara, porque así me convertí, en una “amargura”, eso significa mi nombre señor Juan Toro.
-Es que estaba pensando en eso, así como pensando en cómo se casó con un colombiano, esos montan cacho, bueno hace como 22 años… preño a otra mujer- Le dijo con frialdad.
-¿Otra mujer?, no entiendo de qué me habla, Montoya nunca tuvo otra mujer. – La expresión de Mara se quebrantaba.
-Así, sí tenía pero aquí no hay memoria. La mujer de Montoya fue doña Rosaura y dicen las malas lenguas que cuando él se convirtió al judaísmo, ya estaban enamoraos. Recuerdo que don Isaac su benefactor, el que los casó, la mandó para la capital ¿No sabía todo esto? Fue lo último que hizo por usted el viejo judío antes de morir.
-No Juan Toro, no lo sabía y le agradezco que se retire de mi negocio – Pegando fuerte contra el vidrio, el policía se alejó, la muñeca aún le dolía, nunca se recuperó bien de la fractura, pero más le dolía acordarse de los amores de Montoya con doña Rosaura; recordó que la muerte de Isaac fue su última gran pérdida, aunque no le llevaba muchos años se ocupó de ella al llegar al país y también fue quién le presentó a Montoya. De repente sintió la misma rabia de aquella noche cuando escuchó a su esposo hablar por teléfono, el viejo verde ese, la seguía engañando con su “Rosa”, así la llamaba su “Rosa”… Quería como matarlo.
-Mi Rosa no se moleste, yo mañana ayudo al padrecito, ahora voy para la iglesia a darle la limosna de la Semana Mayor… Sí mi Rosa, yo te amo, siempre lo haré, ay por favor no venga con eso, ese muchacho lo único que sabe es cogerse a Cándida, usted dice que es mío pero que va no es así, quién sabe a quién le parió, pero yo no la dejo sola, yo siempre la ayudo.
Montoya se fue a media tarde para la iglesia, estaban preparando al Cristo para la procesión, el monaguillo había limpiado toda la imagen y le había quitado la corona de espinas para pulirla, cuando entró todo estaba a oscuras, una débil luz provenía de una vela frente a San Francisco de Asís. Por la ventana vio como el niño se dormía en la mata de mango, demasiada fe a veces cansa y el padre no estaba por ningún lado. De repente sonó la puerta de la sacristía y Montoya pensando que era el sacerdote se fue hasta allá, pero no encontró a nadie más que a Rosaura.
-Mi Rosa que hace aquí, duda de mi ayuda al padrecito. Usted a veces se pone espinosa, mi amor.
-No mi santo, no, pero es que estaba pensando que ya es tiempo que reconozcas a Juancho, vine a pedirte eso.
-Nada de reconocer al manganzón ese… - Sin terminar de hablar Juancho lo golpeo en la cabeza con mucha rabia – No quise hacerlo mamaíta, pero es un miserable, ah que más da lo voy a colgar y de adorno le pongo las espinas, mira espinas en la cabeza de un judío mentiroso – Decía clavándoselas sin piedad, hasta hacerlo sangrar -
Rosaura inmovilizada no podía creer lo que pasaba, cuando Juancho lo estaba colgando le quitó la corona, pasó a la iglesia y se la puso de nuevo al Nazareno, sin ni siquiera pensar se escapó por una puerta lateral olvidando limpiar las espinas que estaban llenas de sangre. La procesión ya estaba por empezar, su sombra escurrida se perdía en las calles estrechas y polvorientas de San Francisco, que no sólo le hacían falta asfalto sino un milagro. Repicaron las campanas.

Las espinas de la rosa. Parte IV

Juan Toro al leer el periódico inmediatamente se fue a la radio del pueblo a hacer su declaración poco antes de la misa. Los parlantes de la plaza fueron encendidos para que todos pudiesen escuchar la versión de la policía. Mientras, Mara sollozaba por primera vez sobre las sábanas de aquel hospital, recordaba como Montoya la había enamorado, sin duda había sido amor, su vientre hablaba de esas huellas, sus morochos eran todo lo que le quedaba, y esos nietos que la volvían feliz cuando llegaban en vacaciones. Bueno ya no habían llegado más, todos estaban haciendo “su vida”, ya ella hace rato que no… aquellas rosas habían descubierto toda la mentira de Montoya, aquellas rosas…ese rosa.
-Doña Mara, cómo amaneció – preguntó con dulzura la enfermera.
-Parece que aún viva… Dijo limpiándose las lágrimas - ¿Qué ese ruido que viene de la plaza?
-Mire parece que Juan Toro va a contar en la radio lo que pasó con su marido, aquí le traje mi radiecito de pila que uso en la guardia, para que oiga conmigo.
-A ver mija, póngalo – Mirando con desgano sabía que venía la mentira oficial.
-Pueblo de San Francisco, anoche fue muy penoso levantar el cadáver de Don Montoya, las pesquisas, es decir la investigación de este cuerpo oficial, han determinado que el accidente fue causado, alguien quiso matar a los Montoya cuando se iban del pueblo para que doña Mara descansara del milagro de ayer. Sí, como lo oyen el señor Montoya ha sido asesinado – El operador de la radio quedó como paralizado, enseguida escribió en su blackberry “¡Por fin en San Francisco pasa algo!”. Ahora sus amigos de la capital lo envidiaban, estaba cubriendo dos sucesos: El Sangrador y un muerto.
Ni el gallo terminó de cantar esa mañana. La enfermera tomó la mano de doña Mara en señal de consuelo. A esa hora el padre Héctor preparaba su discurso fúnebre, el monaguillo rezaba sin parar y el pueblo sacaba cuanto traje negro había guardado. San Francisco tenía un aire de muerte y fe, todo en una misma mañana… Los misterios de Dios, empezaron a decir las devotas, pero al menos tenían a su “sangrador” – Seguro que él nos hace el milagrito y meten preso pronto al asesino-
Juancho que ya desayunaba le decía a doña Rosaura – Imagínese eso le pasó a la judía por no convertirse a tiempo, ni modo ¿Tengo alguna percha negra por allí mamaíta?
- Qué manera de hablar es esa, los Montoya son una familia honorable, no hable así mijo, mire que bastante que el difunto nos ayudó en la casa, no lo olvide, usted también le debe a esa familia, ahora más… – Rosaura no veía a Juancho, solo el fogón, su corazón estaba profundamente adolorido ella pudo haber sido la señora Montoya, pudo… y no fue. Más de 10 años le costo resolver aquel despecho, cuando su amor se casó con la judía, se marchó a la capital a trabajar, allí aprendió los oficios de llevar una pensión. Tantos años alejada y luego regresó a montar la suya… La ayudó Montoya, no tenía tanto real así y fue cuando recogió a Juancho, había sido tan mal criado por aquel borracho, que una noche se lo llevó de la plaza y se lo llevó, estaba por cumplir los 12 añitos, ya iba a ser todo un hombre… Tal vez no era tarde.
-Ay diga lo que diga ella no era cristiana… y el colombiche ese menos ¡que va! seguro Dios se arrepintió ayer y se lo tenía que llevar, fue un accidente mamaíta, la gente tiene que pensar que cómo una judía va a tocar la sangre de nuestro sangrador, pecado mamaíta, pe ca do – Terminó diciendo con pausa el muchacho para irse a vestir.
Ahora si Juan Toro estaba a sus anchas, podía investigar que había pasado, y el padre Héctor seguiría con su gran milagro, aunque él sabía que en esa iglesia también pasaba algo. El entierro fue cristiano, doña Mara no se opuso, ya todo le parecía demasiado siniestro. Sus hijos llegaron dos días después y se marcharon pronto, trataron de convencerla de dejar el pueblo, pero ella no quiso, no se iría hasta descubrir al asesino de su esposo, como excusa dijo que esperaba que “El Sangrador” hiciera su milagro, así aparecería el culpable. Sus morochos criados en colegio extranjero no querían saber nada de aquel lugar y se fueron sin pena alguna.
De nuevo llegó la Semana Santa. Un año después nada se sabía, el pueblo había cambiado, ahora aparecía en google como destino turístico santo, la pensión de Rosaura se convirtió en posada y su reseña aparecía en una famosa guía de viajes, todas las calles ahora tenían asfalto, la radio pasó a frecuencia FM, el cura amplió la iglesia y hasta fotógrafos llegaban de todos lados del país. El pueblo se había convertido en una nueva ruta milagrosa como le decían los oriundos de San Francisco, ahora llamado San Francisco del Sangrador.
Juan Toro estaba sentado en la plaza cerca del grupo de fotógrafos y les pidió ver las fotos. Uno de ellos le pasó la cámara sin titubear entendiendo que aquel hombre inmenso y muy negro, era lo que llamaban la ley. Ese viernes Santo ya estaban por irse, se habían dedicado a tomar imágenes de la procesión y de doña Mara en la ventana. De repente algo le llamó la atención, Juan Toro sabía que en el pueblo todos se hablaban, unos más que otros, aunque lo que estaba viendo no era precisamente común. Entre la multitud, en una esquina, Juancho le decía algo al oído a la esposa del alcalde – Al oído - El policía pidió que le mandaran la foto a su correo, porque ahora con la fama del pueblo, hasta Juan Toro tenía mail. Quería verla con calma, eso que los policías llamaban “palpito” apareció de nuevo. Aunque seguía pensando que había sido la judía.

Las espinas de la rosa. Parte III

La puerta se abrió poco a poco, de allí salió el padre Héctor y Juan Toro, los policías ayudaban para a abrir camino, la gente gritaba que querían saber del milagro, que les dejaran ver al Cristo, pedían que abriera la iglesia. Como pudo el padre recogió su sotana y se encaramó en uno de los taburetes “bis”, pidió con sus manos silencio a sus fieles. Todos lo veían entre asustados y alegres, actitud propia del buen católico ante los misterios de Dios. Juan Toro recostado en la patrulla, fumaba un puro cubano que le había regalado doña Mara y miraba para todos lados buscando la cara del asesino, aunque su corazón de policía, latía contra la judía – Ellos son así como misteriosos, quien sabe, tal vez el difunto fue darle su donativo a la iglesia, y ¡zas! lo sorprendió la muerte, porque esa tienda ha dado para todos, iglesia, escuela, medicatura, alcaldía y uno que otro policía, todos han pasado por la chequera de los Montoya, ahora que pienso bien, cómo esa judía vino a casarse con un colombiano en estas tierras, raro, muy raro desde allí voy a empezar a averiguar, colombiano hecho judío después, lo que hacen los reales… -
-Mis hijos hoy es un día santo en estas tierras, desde hoy se hablará de nuestro Cristo “El Sangrador”…
-¡Ah! hasta ya bautizó el milagro – Dijo Mara cerrando una de las ventanas de la sala, muy quieta se quedó a escuchar lo que el sacerdote explicaría al pueblo.
-Misteriosos los caminos de Dios, qué más prueba de amor que dejar ver su sangre caer en las manos de una judía, su amor es infinito.
-¡Amen, padre, amen! Queremos verlo – Vociferaban – ¡Que venga el Papa! – Gritaban otros – ¡Aquí tenemos nuestro “sangrador”! – vitoreaban.
-Sí, sí, milagro, pero hay que descansar, mañana en las misas del jueves Santo los esperamos y recuerden que ahora hay que mantener mejor la iglesia, no se olviden de una buena limosna.
-Lambucio, este cura es un lambucio – Pensaba Juancho desde la esquina – Yo lo que quiero es ir a cortar el monte, el que necesita platita soy yo – Dejando la calle abarrotada se fue camino a la pensión donde vivía desde hace 10 años, si no fuera por doña Rosaura quién sabe que hubiese pasado con este muchacho. Su padre no fue más que un borracho de pueblo que una que otra vez limpiaba en la tienda de los Montoya y su madre, pues de ella nunca se supo, su madre siempre fue doña Rosaura.
-Juan Toro no podía creer que el sacerdote pedía una buena limosna - Bien descarado que es y con un muerto en la sacristía, el pobre monaguillo debe estar también que se muere esperando a doña Mara para arreglar el cuerpo, ella dijo que sabía de esas cosas… la pobre ahora que recuerdo estuvo presa por los nazis cuando era chama ¡Oye de Alemania pa´ca es un largo trecho! y casarse con un colombiano, raro, muy raro -
-Tenemos que dejar cerrada la iglesia hoy, mañana esperamos poder atenderlos, todos estamos muy cansados, por favor vayan a sus casas y nos vemos en misa de 7, la limosna, no lo olviden – Diciendo esto el padre Héctor se bajó del taburete y le pidió a Juan Toro que lo llevara - Hay mucho por hacer - Pensaba.
-Mire padre, yo no sé cómo va a hacer con este muer… - La mano del sacerdote se posó sobre la boca del policía -
-Cállese Juan, cállese que ya la viuda viene en un rato, ya veremos, hoy hubo un milagro, mañana habrá otro, así que cállese, y bueno usted sabrá que hacer para encontrar al culpable, mañana tendrá su muerto. Avísele que se venga.
Mara salió por la puerta trasera con cuidado, se montó en su camioneta y sin prender las luces manejó hasta la iglesia. Todo el pueblo estaba en silencio, pero desde aquella esquina de la plaza Juan Toro vigilaba todo. Estacionó la camioneta en la parte de adentro del patio, entre el padre Héctor y el monaguillo subieron el cadáver, pero lo sentaron como si fuese el copiloto; así se lo llevó su esposa hasta la salida del pueblo, ella aceleró lo que pudo y de repente saltó dejando el carro andar solo. Toda adolorida y con la muñeca fracturada, vio como chocaba contra el puente que daba al río… Esa era la manera oficial como moriría su esposo. Tras el escándalo la patrulla llegó al lugar. Mara fue trasladada al hospital y la prensa amarillista de pueblo ya titulaba en primera plana: “Judía puede ser santa”, en el sumario se leía que después de haber sido bendecida por El Sangrador, la fatalidad hacía que perdiera a su esposo, ahora sola, se dedicaría a ayudar a la iglesia, la judía se ha convertido, es ¡una mártir!

viernes, 2 de abril de 2010

Las espinas de la rosa. Parte II

Mara entraba a sus 70 años, su cuerpo hablaba de esfuerzo físico, músculos delineados, manos fornidas casi masculinas disfrazadas por el gel y el esmalte brillante, su cabello corto y rubio no ocultaba las canas y tampoco el tatuaje, un número casi borrado y escondido por las arrugas todavía la identificaba: 7863, a algunas mujeres judías las tatuaban en el brazo y en la nuca, por si querían disfrazarse de hombre; ella trataba de ocultarlo con gruesas perlas, como si pudiese escapar de sus recuerdos de juventud violentada. Mientras Juan Toro le hablaba ella tocaba despacio su cuello, tenía días durmiendo mal, ya eran muchos años durmiendo mal…
-¿Señora Mara me está escuchando?, su esposo está muerto y no parece que le duela – Le decía el policía con sarcasmo.
-Si lo escuché, pero qué le puedo decir, si me permite debo avisar a la familia y al rabino y… lo que dijo cuando llegó, pues no, no sabía que estaba muerto, no soy adivina, aunque parece que usted sí ¿Yo lo maté?
-Por favor señores esto es muy grave, en mi sacristía hay un hombre muerto, gracias a Dios el monaguillo y yo fuimos los únicos en entrar, nadie en el pueblo lo sabe y espero recibir su discreción, como la de mi estimado Juan Toro.
-¡Mire padre! cómo que nuestra discreción, qué significa eso, que encubramos un asesinato en su iglesia – refunfuño el policía
-Hijo, acuérdese que la verdad los hará libres… pero allá afuera hay un pueblo entero que cree que el Cristo sangró, piensan que estas calles están benditas y que Dios es tan misericordioso que una judía fue quien tocó por primera vez su sangre. No pensará que voy a cambiar ese sueño pueblerino de los milagros, por su verdad, que por cierto aún no la sabe.
-A mi me da igual, mi esposo ya murió, supongo que habrá que arreglar el cadáver, no se preocupe yo lo hago, hace muchos años que aprendí a hacer esas cosas mortuorias – Mara miró fijamente a Juan Toro – Usted sabe que yo no lo hice, pero espero que suceda un milagro… de verdad… y encuentre quien fue, ahora por favor les pido que se vayan y cuando estén listos me avisan.
Afuera todo era un desastre, poco a poco fueron prendiendo velas a la orilla de la acera. Con un spray escribieron en la fachada: “Conbiertace… es pecado no jerlo” – Juancho, mijo así no se escribe – gritó la maestra de la escuela Gimón – Que importa seño, esa judía no sabe leer en cristiano – Terminó de decirle el muchacho soltando la lata en la calle – De verdad que eres bien bruto Juancho, a ver si vuelves a clase – vociferaba la maestra sin paciencia.
-Mire misia Teresa, en vez de estar preocupada por Juancho y su ortografía, no se da de cuenta de lo que está pasando, fíjese, la primera en ver que nuestro Señor sangraba, fue la judía del pueblo, imagínese donde viene Dios a parar con sus milagros en una judía ¿No le sorprende? – Armaba alboroto Cándida Gómez, la esposa del alcalde, quien agitaba con desesperación un abanico de carey ya roído, mientras se acomodaba el busto que le sobresalía del escote de aquel vestido una talla menos de lo que necesitaba.
-Es verdad seño… y con todo lo que han jodido esos judíos, que si no es el rey, que si no hay nuevo testamento, que si el jolocausto.
-Holocausto, se dice Holcausto Juancho y respete que es una conversa de mayores, camine pa´llá – Le dijo la primera dama dándole un empujoncito.
-Está bien doña Cándida, y miré mañana paso a quitarle el monte… sabe, el monte, ya le toca – Guiñándole el ojo aquel desgarbado muchacho se perdió entre la multitud.
-¿Qué monte habla ese muchacho? No es que estaba haciendo un curso de barbero, también le mete a la jardinería ¿no?, Juancho hace de todo y nada.
-Pues sí, aja eso, a la jardinería, mire maestra Juancho ya tiene 22 años, ni va a volver a la escuela ni va a aprender a hacer muchas cosas, con lo que sabe me basta.
-¿Le basta?
-Si claro es mano de obra barata para mi invernadero, pues… Ay pero no se desconcentre de lo que está pasando, el milagro con la judía, que bueno que ya la policía nos puso aquí estas sillas tipo bis.
-¿Que es eso de tipo bis? No le entiendo doña Cándida, me parece un taburete de lo más común.
-Bueno chica, lo preferencial pues que nos ponen en toros coleados ¿no se llamas bis?
-Hay que ver, que más de uno es el que debe regresar a la escuela, se dice vip y son unas siglas en inglés para decir que alguien es importante, supongo que como usted.
-Jajajaj que pena reírme en este momento sagrado, pero es que usted sabe que cuando una ha viajado por el mundo, siempre se siente así como confundida con la lengua.
-Aja… supongo que es eso que ha viajado mucho , como si uno no supiera que su viaje más largo ha sido a la frontera colombiana – Murmuró la maestra, de todas maneras ella tampoco se movió de aquella silla “bis”.

jueves, 1 de abril de 2010

Las espinas de la rosa. Parte I

La procesión iba lenta sobre aquella calle estrecha y polvorienta, en el aire se respiraba una mezcla de sahumerio y sudor, las paredes despellejadas por el sol mostraban sin vergüenza los bloques envejecidos. Desde aquella ventana ella podía divisar como venía el Cristo; ya había olvidado cuantos miércoles santos han pasado por su casa. Sus manos aferradas una encima de la otra a los hierros de la reja parecían que estaban en posición de oración, pero que va… ningún judío ha rezado alguna vez ante aquel ser llamado “su rey”. La multitud la miraba de reojo como si ella personificara la traición del “redentor” - Gran vaina, igual todos, todos… van a la tienda y gastan más que algunas monedas – suspiró.
Cuando empezó a detallar la imagen, logró ver gotear algo de la corona de espinas, eran gotas densas de sangre que rodaban por las mejillas de aquel yeso mal pintado – Ideas mías… es el calor, se debe estar derritiendo la pintura – Cuando lo pudo ver de cerca y su corazón se aceleró de golpe. Era cierto goteaba sangre; con el bamboleo de los feligreses la imagen descansó ante sus ojos. Salió despavorida a la calle, la gente no entendía bien cómo se acercaba a la imagen, con esfuerzo estiró su brazo hasta el cuello y en sus dedos quedó la prueba, el Cristo estaba sangrando.
-¡Sangra, sangra, deténganse… no ven que sangra! – gritaba enardecida. De un empujón la tiraron al piso y siguió la procesión – Mujer loca, judía y loca, que va a estar sangrando – vociferaban.
Aún en el borde de la acera veía su mano enrojecida y la multitud alejarse poco a poco; era sangre, cómo no podían verla. Con dificultad entró de nuevo a la casa para lavarse, el borde de la camisa también se había manchado; con las manos temblorosas quitó uno a uno los botones quedándose sólo con aquel sostén de encaje italiano, a pesar de su edad sus senos perfectos y su piel totalmente tostada por el sol, se encontraba sudorosa y agitada. Vio a contra luz su vientre estriado pero firme. No era una mujer de gran fe, de hecho ni siquiera iba a la sinagoga con frecuencia, tal vez le parecía muy lejos; ya estaba acostumbrada a estar señalada por cristianos y “su comunidad”, simplemente no le importaba. Cuando estuvo recluida en aquel campo de concentración ninguna oración salvó a su familia y que ella estuviese viva no sentía precisamente que fuese un milagro sino una condena.
Por el lavamanos se escurría lo que podía ser sangre santa, aquel mármol inmaculado se tornaba rosado ante sus ojos, sintió asco y remordimiento al mismo tiempo, una mezcla de sentimiento ancestral por no estar muy clara con el significado del cristianismo. Se colocó una camisa limpia y botó la usada. Un sonido seco sonó cuando la tiró a la papelera, pero no era el peso de la tela, era la puerta de la calle. Un ruido espantoso empezó a recorrer las calles y a lo lejos escuchaba entre gritos y murmullos “¡sangra, sangra!” – Cuerda de imbéciles, ya se los había dicho – Sin prisa abrió, ante ella se encontraba el cura del pueblo viéndola como si fuese una gran pecadora, le dio la espalda, él la siguió. Poco a poco el frente de la casa se llenó de personas, todas agolpadas en la puerta en una mezcla de histeria sacra.
Pero el cura no venía solo, a su lado estaba Juan Toro el jefe de la policía, en su rostro no había ninguna expresión. Poco podía asustarla, ya sabía muy bien lo que significaba un hombre de la ley, nazi por cierto. Los tres sentados en la sala en perfecto silencio parecían cómplices de un crimen, tal vez hasta lo eran. Cuando llevaron la imagen de regreso a la iglesia, se percataron de que el Cristo tenía rastros de sangre. Pero no era necesariamente un milagro, en la sacristía colgaba del techo su esposo, su cabeza herida tenía las marcas de la corona de espinas.
- Su marido está muerto y creemos que ya lo sabe – Pronunció secamente Juan Toro.
Ella vio sus manos y recordó el agua rosada del lavamos… sangre, era la sangre de su esposo y lo único que tenía claro es que ella no era culpable.

Las espinas de la rosa. Parte I

La procesión iba lenta sobre aquella calle estrecha y llena de polvo, las paredes despellejadas por el sol mostraban sin vergüenza los bloques envejecidos. Desde aquella ventana ella podía divisar como venía el Cristo; ya había olvidado cuantos miércoles santos han pasado por su casa. Sus manos aferradas una encima de la otra a los hierros de la reja parecían que estaban en posición de oración, pero que va… ningún judío a rezado alguna vez ante aquel ser llamado “su rey”. La multitud la miraba de reojo como si ella personificara la traición del “redentor” - Gran vaina, igual todos, todos… van a la tienda y gastan más que algunas monedas – suspiró.
Cuando empezó a detallar la imagen, logró ver gotear algo de la corona de espinas, eran gotas densas de sangre que rodaban por las mejillas de aquel yeso mal pintado – Ideas mías… debe ser el calor, se debe estar derritiendo la pintura – Hasta que lo pudo ver de cerca y su corazón se aceleró de golpe. Era cierto goteaba sangre, con el bamboleo de los peregrinos la imagen descansó ante sus ojos. Salió despavorida a la calle, la gente no entendía bien cómo se acercaba a la imagen, con esfuerzo estiró su brazo hasta el cuello y en sus dedos quedó la prueba, el Cristo estaba sangrando.
-¡Sangra, sangra, deténganse… no ven que sangra! – gritaba enardecida. De un empujón la tiraron al piso y siguió la procesión – Mujer loca, judía y loca, que va a estar sangrando – vociferaba uno de los peregrinos.
Aún en el borde de la acera veía su mano ensangrentada y la multitud alejarse poco a poco, era sangre, cómo no podían verla. Con dificultad entró de nuevo a la casa para lavarse, el borde de la camisa también se había manchado; con las manos temblorosas quitó uno a uno los botones quedándose sólo con aquel sostén de encaje italiano, sus senos perfectos y sudorosos estaban agitados. Vio de contra luz su vientre estriado pero firme. No era una mujer de gran fe, de hecho ni siquiera iba a la sinagoga con frecuencia, ya estaba acostumbrada a estar señalada por cristianos y “su comunidad”, simplemente no le importaba. Cuando estuvo recluida en aquel campo de concentración ninguna oración salvó a su familia y que ella estuviese viva no sentía precisamente que fuese un milagro sino una condena.
Por el lavamanos se escurría lo que podía ser sangre santa, aquel mármol inmaculado se tornaba rosado ante sus ojos, sintió asco y remordimiento al mismo tiempo, una mezcla de sentimiento ancestral por no estar muy clara de lo que significaba el cristianismo. Se colocó una camisa limpia y botó la que usaba. Un sonido seco sonó cuando la tiró a la papelera, pero no era el peso de la tela, era la puerta de la calle. Un ruido espantoso empezó a recorrer las calles y a lo lejos escuchaba entre gritos y murmullos ¡sangra, sangra! – Cuerda de imbéciles, ya se los había dicho – Sin prisa abrió, ante ella se encontraba el cura del pueblo viéndola como si fuese una gran pecadora, ella le dio la espalda, él la siguió. Poco a poco el frente de la casa se llenó de personas, todas agolpadas en la puerta en una mezcla de histeria sacra.
Pero el cura no venía solo, a su lado estaba Juan Toro el jefe de la policía, en su rostro no había ninguna expresión, igual que en la de ella. Poco podía asustarla, ya sabía muy bien lo que significaba un “hombre de la ley”, nazi por cierto. Los tres sentados en la sala en perfecto silencio parecían cómplices de un crimen, tal vez hasta lo eran. Cuando llevaron la imagen de regreso a la iglesia, se percataron de que el Cristo sangraba, pero no era necesariamente un milagro en la sacristía colgaba del techo su esposo, su rostro estaba ensangrentado con marcas de la corona de espinas.
- Su marido está muerto y creemos que ya lo sabe – Pronunció secamente Juan Toro.
Ella vio sus manos y recordó el agua rosada del lavamos… sangre, era la sangre de su esposo y lo único que tenía claro es que ella no era culpable.

viernes, 25 de julio de 2008

LA DANZA DE LAS TIJERAS IV Parte (última)

Parecía que todo estaba funcionando a las mil maravillas. Cada anochecer Azul abría la puerta de aquella casa abandonada y Carmencita se montaba de nuevo en el catre. Ambos estaban ganando gracias a Miriam, porque él ganaba su buena tajada de cada negocio y ahora Carmencita también. Con lo que había heredado de doña Lucía y doña Josefa, compró unos terrenos a las afueras del pueblo, allí empezó a construir una casa para su amante, y puso a sembrar maíz para que ella tuviera su propio negocio. La esposa estaba al tanto de esto, haciendo gala del refrán: pueblo chiquito, infierno grande. Pero no le importaba, total, su matrimonio era un gran negocio y ella la dueña de más de la mitad del pueblo. Los viejos de la plaza contaban que Miriam también tenía su amante, pero que nadie sabía quien era, seguro estaba en la capital, pero ya cada vez viajaba menos, ahora estaba más ocupada en el pueblo. Lo que se rumoraba era como explotaba a la pobre Carmencita, pero eso no era ninguna novedad.

- Como se le come al marido, la tiene como esclava – decía uno de los viejos en la plaza Bolívar

- Bueno pero no sólo se jarta, sino también le montaron casa, así que no es mucho lo que sufre la niña, esperemos que empreñe pronto del Azul, porque la Miriam no le ha querido parir, esa mujer lo que pare son negocios – decía el heladero de la plaza

El sonido de la sirena de los bomberos atormentaba. Un accidente en la entrada del pueblo era la nueva novedad. Pronto llamaron a la jefatura, otro muerto necesitaba atención. Ahora con la nueva patrulla donada por doña Miriam, llegaron en poco tiempo, hasta uniformes nuevos tenían los policías. Juan Toro era el único que se había negado a usar los regalos de la benefactora, así que se fue en su moto. El cadáver yacía sobre el volante. Era Azul. Ahora habría que preparar el velorio con las dos viudas – Esto estará de novela - Él parecía ser el único que no había olvidado las muertas, menos ahora que se le había sumado el hijo de una; para él no todo podía tan natural, tan trágico, pero no tenía idea de qué más investigar.

Meses después del velorio de Azul, caminando a media noche, rumbo a la casa de su hembra, vio a Carmencita tocar la ventanilla del turno de la farmacia, que para rematar también era de Miriam. La parte de adelante era el negocio y atrás la casa donde vivía después de viuda. La antigua casa donde había compartido con Azul, la convirtió en una posada y la casa de doña Lucía ahora es un auto lavado con cafetín incorporado, como los que se ven en la capital. Hace 10 años cuando Miriam se fue a vivir al pueblo, sus padres se llenaron de angustia, aquella bella hija después de graduarse de farmacéutico con honores, había decido vivir con un ganadero, no lo podían entender y para evitar que perdiera su carrera, le compraron la única farmacia del pueblo, ese fue su primer negocio.

Juan Toro vio el reloj, pronto cantarían los gallos, qué hacía Carmencita a esa hora lejos de su casa. Tal vez se sentía mal. La curiosidad se apoderó de él y la volvió a seguir. Observó como llevaba en una bolsa, lo que parecía ser unos frascos de champú, seguro Miriam le había encargado que se los llevara de la peluquería ¿Pero en la madrugada? Todos sabían que era una mujer de cuidado y les hacía la vida imposible a sus empleados cuando estaba de mal humor, pero esto era el colmo. Pensó en la pobre Carmencita, tanto que amó a su Azul y también quedó viuda, al menos no en la calle y con un buen trabajo, salvo por la loca de su jefa. Ella tocó la puerta con cuidado, ni siquiera el timbre. La misma Miriam le abrió la puerta.

Juan Toro se acercó por la puerta de atrás, esperó un rato y cuando se asomó a través de la ventana pudo ver como Miriam sacaba de la nevera una gran botella, ambas mujeres se disponían a celebrar con champaña cara, de esa que Perucho vendía en navidad. Pusieron música, aunque a bajo volumen y danzaron, al poco rato empezaron a acariciarse. Juan Toro se frotó los ojos, pensando que estaba viendo mal producto del trasnocho. Pero no era así, a medida que bebían, fueron quitándose toda la ropa y de repente, sus piernas se entrelazaban como un par de tijeras que abrían y cerraban, la una dentro de a otra. Era la danza más erótica que había visto. Esta vez no evitó masturbarse, uno se sus amigos decía que dos mujeres juntas eran arte, esto lo comprobó. Era la danza de las tijeras.

No entendía nada, sobre el escritorio había tres champús, cada uno etiquetado con un nombre, como esos que dejan los clientes en la peluquería para su uso personal. Podía leer claramente las etiquetas: doña Lucía, doña Josefa y Azul. Las mujeres se vistieron y tomaron los champuses de los muertos, le quitaron las etiquetas, los vaciaron en el fregadero y luego botaron los frascos en papeleras distintas. Carmencita abrió una caja que estaba sellada, tomó uno de los champúes y le puso una etiqueta que decía Juan Toro. Hace unos meses ella le dijo que le conseguiría un champú especial y así no se le caería más el pelo, pero como a él no le gustaban los regalos de los civiles, no había pasado por la peluquería. Hace una semana se la había encontrado donde Perucho y nuevamente lo invitó a que pasara por la peluquería - hasta parecía la dueña – pensaba el policía.

Miriam fue hasta unos de los anaqueles de la farmacia y se trajo una caja que tenía un candado. Juan Toro sabía que allí guardaban las drogas, así que pensó – Este par de locas, además de… seguro se drogan juntas, que locura – Y cuando se disponía a irse, vio como Miriam abrió el candado y sacó uno de los frascos. Carmencita se puso un par de guantes lo destapó, abrió el frasco de champú y le puso un poco del polvo blanco, luego lo batió guardándolo en la cartera. Juan Toro sacó sus lentes y vio como al lado de la calavera que tenía el frasco decía: cianuro.

Se alejó de la farmacia y dejando a las dos mujeres en su danza mortal, se dijo – Razón tenía mi madre, el pelo hay que lavárselo con jabón azul.